El libro decía que me encalabriné, y que me encendí de ira, y que me llevaban todos los demonios. Decía bien. ¿No era justo? Lo más gracioso del episodio nabal fue que, como yo era un viejo astuto con olfato de podenco, acerqué el navío de mi cara a la suya, y penetré con la proa de mi afilada nariz en la dársena de su boca para oler la verdad, y al tocarle la gola con la punta del espolón, el niñó se mareó de miedo, zozobró su estómago y de una sucia arcada vomitó la papilla de la negra longaniza sobre mi nariz y mi boca. Luego el libro decía que yo le había soltado una colérica andanada de rasguños y golpes, y que si no me lo quitan de las manos, le hubiera arrancado la vida. Eso decía el libro.
- Ahora es tu turno, Juan Barril. Cuéntanos ce por be tu verdad -me dijo el señor Rojas.
- Los hechos fueron más o menos así, como acabáis de leer, señor, sólo que pura comedia. Era una treta que el niño y yo conveníamos cuando estábamos desesperados de hambre. Representábamos la farsa por los pueblos, en la plaza del mercado, en ventas y mesones, donde hubiera incautos. Mojiganga de cómicos. La función se disponía más o menos como dice el libro, pero muchas veces ni siquiera hacía falta el paripé de la sartén, pues del mismo modo que los comediantes viajan con el baúl de las pelucas y los disfraces, nosotros solíamos llevar en el hato las dos rebanadas de pan con pringue dentellada. Con todo listo, se abría el telón. La gente confiaba que iba por la calle o hacía compras en la plaza oía de pronto alboroto de voces y ayes tan desesperados como si estuvieran degollando un gorrino. Se acercaban y veían cómo yo sujetaba a Lazarillo entre las piernas y le sacudía furioso puñadas, azotes, tirones de pelo y una granizada de insultos coléricos: ¡ladrón! , ¡desgraciado!, ¡hideputa! ¿Así tratas a quien te protege y alimenta? El niño hacía su papel de maravilla. Gritaba como un condenado, pujaba por escaparse, hpaba mucho y enseñaba dientes y roto las encías. No era sangre, sino jugo de tomate con el que poco antes se había embadurnado el morro. La gente que se había arremolinado a nuestro alrededor, viendo mi enojo y su martirio, me lo arrancaba de las manos. ¡Ciego malvado!, me decían. En toda comedia tiene que haber un bueno y un malo, y a mí me había tocado el papel de malhechor. Yo, acosado por los furiosos viandantes que creían que iba a matar al niño, mostraba el nabo empanado y las barbas asquerosas donde quedaban restos sucios de la vomitera. Contaba todo eso del trueque de una longaniza por un nabo, y cómo por olerle la boca a Lázaro, me lo había regoldado en la nariz y en los ciegos ojos. "Vedme hecho un cristo. Me ha robado la longaniza, la ha saboreado y se la ha tragado, y después de gozarla, me ha echado a la cara lo sobrante. ¿No es un hideputa?". El público se descojonaba de risa, hablando con perdón, y celebraban mi suciedad como un castigo y la hazaña de Lázaro como triunfo y venganza del bueno. No faltaba alguna voz que me llamaba verdugo, pero yo soportaba con paciencia mi ingrato papel. Los más se apiadaban del niño mártir, que asustado y dolorido parecía un cervatillo huérfano. Luego yo hacía como que recobraba la calma, plañía quejas sobre mi aciaga suerte y la ingratitud de la vida, y englobaba de revés mis ojos blancuzcos para dar lástima (o asco). Mi ceguera, la fuerza de mis salmos desgraciados, la sangre y las desdichas del niño apiadaban a la gente, que nos daba limosna para comprar longanizas y morcillas de verdad. Ésa era la comedia.
Acabado el teatro, el público se dispersaba y nosotros nos dábamos un goloso banquete. Relamiéndonos el pringue de los tesoros chacineros, disputábamos quién de los dos cargaba con la peor parte del entremés...
Eduardo Alonso: Palos de ciego